La expansión global del modelo de negocio basado en la “fast fashion” ha permitido a algunas empresas multiplicar su rentabilidad, pero a un costo social y ético alarmante. Detrás de cada camiseta a precios irrisorios que inundan las plataformas de venta online, se esconde una realidad que no puede ser ignorada: explotación infantil, jornadas laborales abusivas, y una huella ambiental desproporcionada. Para el empresariado que apuesta por la sostenibilidad, la transparencia y la competitividad ética, esta situación representa un desafío y una oportunidad de liderazgo.

Según la orgenización internacional Save The Children, actualmente, más de 160 millones de niños en el mundo son víctimas del trabajo infantil, y casi la mitad de ellos están sometidos a labores peligrosas que comprometen su desarrollo físico y mental. Muchos de estos menores trabajan en las cadenas de producción del sector textil en Asia, produciendo moda rápida para consumidores del primer mundo. Estos niños reciben hasta un tercio del salario de un adulto por realizar las mismas tareas, en condiciones insalubres, sin acceso a educación, y fuera de cualquier cobertura legal.

La esclavitud moderna, aunque disfrazada bajo normas de subcontratación legal, sigue siendo parte del modelo de negocio de algunas compañías internacionales. Así lo afirma Iu Tusell, profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), España, quien advierte que la estructura de la industria textil -caracterizada por la descentralización, la deslocalización y la falta de regulación globa- la convierte en un terreno fértil para la explotación extrema. Jornadas de 75 horas semanales, ausencia de medidas de seguridad y de control gubernamental en los países en los se concreta, son parte del día a día en muchas fábricas proveedoras.

La rentabilidad de esta fórmula resulta incuestionable en términos puramente económicos, pero profundamente destructiva en términos humanos y reputacionales. Las empresas que integran estas prácticas en su cadena de suministro enfrentan riesgos crecientes de boicot, litigios y pérdida de confianza por parte de consumidores cada vez más informados y exigentes. Además, la presencia de menores en los procesos de producción representa una amenaza directa a los principios de responsabilidad social corporativa que muchas compañías dicen abrazar.

El impacto negativo no se limita al plano social. La industria textil y de la moda genera el 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero y cerca del 20% de las aguas residuales, según la Comisión Económica para Europa de la ONU. La moda rápida, impulsada por el consumo compulsivo promovido en redes sociales mediante prácticas como los hauls o los unboxings, ha duplicado el volumen de producción desde el año 2.000. De mantenerse esta tendencia, se estima que para 2050 el sector podría ser responsable de una cuarta parte de las emisiones globales.

Frente a este escenario, voces académicas como la de Carmen Pacheco y Carles Méndez, también de la española UOC, llaman a una reacción firme desde la industria. La solución, afirman, pasa por fomentar un consumo más consciente, pero también por transformar radicalmente los procesos productivos. No basta con etiquetar productos como sostenibles: es necesaria una vigilancia activa sobre toda la cadena de suministro, transparencia real y una auditoría ética de los socios comerciales.

Para los empresarios comprometidos con un crecimiento económico que no sacrifique derechos humanos ni el equilibrio ecológico, este es el momento de actuar. La implementación de códigos de conducta exigibles, la trazabilidad de los productos y la inversión en producción local o certificada pueden no solo proteger la reputación de una marca, sino también posicionarla como referente de una nueva era empresarial. Ignorar esta realidad ya no es una opción: cada prenda barata conlleva un costo oculto que el mercado y la sociedad están empezando a rechazar.
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Infobae / Comunidad Textil

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